PERPETUUM MOBILE

 
(Fernando Lalana)
ABRIL DE 1913

MONTEMOLÍN
Repetidos golpes en la puerta de su camarote despertaron al capitán Martin Bradbury de un sueño casi tan agitado como la mar que en esos instantes surcaba el Montemolín en su travesía.
-¿Qué ocurre, Dibbs? -preguntó a su segundo de a bordo con voz pastosa, mientras buscaba al tentón su gorra de oficial de la marina mercante
-¡La carga, capitán! ¡Esa condenada máquina, señor! ¡Se mueve!
-¡Condenación! -ladró Bradbury, saltando del catre-. ¿Cómo es posible? ¿Acaso no se aseguró usted de que estuviese bien amarrada? ¡Le dije que no me gustaba nada el aspecto de ese artilugio monstruoso!
-No me ha entendido, capitán. La máquina fue correctamente estibada en la bodega y así sigue. No se ha desplazado ni una sola pulgada, por el momento. Lo que estoy intentando decirle es que.... se ha puesto en marcha. ¡Se está moviendo, capitán! Y lo hace cada vez más deprisa. Como si... como si la impulsase el mismísimo diablo, señor.
El recorrido desde el camarote del capitán hasta la bodega principal lo llevaron a cabo ambos hombres a toda prisa y en total silencio. Al llegar a su destino, les esperaba un insólito espectáculo.
Bradbury cruzó con decisión la escotilla de acceso a la bodega y, desde la pasarela metálica que recorría el perímetro de la sala, contempló la máquina. Constató que, tal como le había adelantado su primer oficial, el artefacto se había puesto en funcionamiento. Al capitán del Montemolín le resultaba imposible saber cuál era el cometido de aquel estrafalario engendro mecánico y, por tanto, cuál era el peligro real al que se enfrentaba su barco; pero su intuición, forjada en más de cuatro décadas como marino mercante, le estaba lanzando a gritos los peores augurios.
-Dios del océano... -susurró Martin Bradbury-. ¿Qué tragedia nos aguarda?
La máquina parecía acelerar su movimiento lenta pero implacablemente y eso aceleró también el corazón de Bradbury. El capitán pudo comprobar que, al menos, el aparato seguía perfectamente sujeto por las ocho gruesas maromas con que los estibadores del puerto lo habían amarrado al centro de la bodega del Montemolín; aunque algo le decía al viejo marino que esa situación de relativa seguridad no perduraría.
Desde que le echó la vista encima, dos días atrás, en el muelle número tres del puerto de Southampton, había experimentado una irracional desazón ante la perspectiva de tener que transportar en su barco aquel artefacto del que nadie había sido capaz de explicarle su utilidad. La única que parecía saberlo era doña Leonor, la hermosísima esposa del señor Luzuriaga, el armador del Montemolín y de los otros treinta buques de la naviera que llevaba su nombre; pero, claro, a ver quién era él para preguntarle nada a la mujer del jefe, a la que, por cierto, también llevaba como pasajera en aquella extraña singladura entre Southampton y el puerto guipuzcoano de Pasajes, junto a su hija y a toda una cohorte de mayordomos y sirvientes. Otro fastidio. ¿Por qué, si estaban podridos de dinero, no habían viajado a España la señora, la niña y el servicio en un cómodo buque de la Lloyd, en camarote de lujo, en lugar de instalarse precariamente allí, en su viejo barco, complicando las ya de por sí difíciles condiciones de vida de su tripulación? Los ricos, ya se sabe, siempre tan excéntricos; siempre fastidiando... Tan solo le había llegado el rumor de que la señora Luzuriaga no quería separarse de la máquina bajo ningún concepto.
La máquina. La condenada máquina.
No era demasiado grande. De unos diez metros de largo, tres de ancho y otros tantos de altura; eso sí, tenía un peso desmesurado para su tamaño; como si en lugar de estar compuesta por una infinidad de piezas móviles se tratase de un solo bloque, macizo, del más pesado de los metales. Las poderosas grúas portuarias, capaces de alzar por los aires sin aparente esfuerzo gigantescas locomotoras de vapor de más de cien toneladas, se habían visto en dificultades para estibarla en el centro de la bodega de su paquebote, como única carga de aquella travesía.
A la vista de la nueva situación, Martin Bradbury pensó que todos sus malos presagios se habían quedado cortos. Permaneció más de medio minuto atenazado, apretadas las mandíbulas, incapaz de tomar decisiones, aferrado a la barandilla metálica de la pasarela que circundaba la bodega, con los nudillos blancos de crispación, contemplando desde lo alto el cadencioso movimiento de aquel monstruo metálico que había cobrado vida inesperadamente.
Intuyó el capitán que los vaivenes del barco a causa de la mala mar hallada en la travesía, debían de haber proporcionado energía a sus mecanismos y propiciado su puesta en marcha. En cualquier caso, el origen del problema le era indiferente. Solo importaba decidir correctamente qué hacer a continuación.
Seguido por su primer oficial, Bradbury echó a correr en busca de la escalerilla más próxima que le permitiera descender hasta el piso de la bodega y, una vez allí, se acercó a la máquina con la misma precaución con que se habría acercado a un tigre de bengala hambriento. La contempló atentamente, una vez más.
Dos grandes y pesadas esferas doradas, solidarias con un eje vertical, giraban y contragiraban alternativamente, con creciente ímpetu. Una enorme batería de bielas, válvulas, empujadores y balancines repiqueteaban rítmicamente, Algunas de las enormes ruedas dentadas que sobresalían de la estructura principal del ingenio, temblaban sincopadamente, anunciando su deseo de entrar en movimiento. Su inmovilidad había sido asegurada mediante calces de madera que, de momento -pero solo de momento- cumplían con su cometido. Sin embargo, la energía acumulada crecía a ojos vista y no era preciso ser muy perspicaz para comprender que los diversos mecanismos del aparato no tardarían mucho en deshacerse de su forzada inmovilidad.
-Mire, capitán -le indicó el primer oficial, en un tono cargdo de ansiedad-. Parece increíble pero... yo diría que esas ruedas dentadas... están a punto de triturar los calces de madera.
-No solo eso, Dibbs -confirmó Martín Bradbury-. Fíjese en las maromas que sujetan la máquina.
El marino apoyó la mano en una de ellas. Estaba tan tensa como una cuerda de violín, sometida a una tensión tal que su tacto semejaba el de una sirga de acero. Crujía intermitentemente, con pequeños chasquidos que auguraban lo peor.
-Nunca había visto nada igual.
Bradbury se volvió hacia su segundo de a bordo. Tenían ambos el rostro desencajado.
-Despierte a todos y que vayan a los botes, señor Dibbs.
-¿A los botes con esta mar, señor?
-¡A los botes he dicho, Dibbs! ¡Hay que abandonar el barco! ¡Sin perder un instante!
-¿No le parece una medida algo prematura, capitán? Todavía no ha ocurrido nada!
-Pero va a ocurrir, Dibbs. Y cuando ocurra, no tendremos tiempo ni para santiguarnos. ¡Vamos, Dibbs! ¡No pierda ni un instante más!
El primer oficial tardó en responder lo que le costó intentar tragar saliva.
-¡A la orden, capitán!
-¡Y que el radiotelegrafista emita un ese-o-ese!
-¡Sí, señor!
Salió el oficial de la bodega y, apenas se vio solo, el capitán Bradbury, enfrentándose al miedo que sentía y pese a la convicción de que su empeño sería baldío, trepó a la máquina tratando de encontrar el modo de detenerla. Las dos grandes esferas giraban cada vez más deprisa y se separaban más y más la una de la otra conforme aumentaba su energía y vencían la resistencia de la articulación que las unía al eje vertical.
El marino buscaba sin convicción algún resorte que actuase como freno; pero el diseño de la máquina era un prodigio de limpieza de líneas y de determinación en su objetivo, así que muy pronto se convenció de que su empeño no tenía sentido. Sin duda, aquella máquina había sido diseñada para entrar en funcionamiento, no para permanecer en reposo.
Cuando Bradbury saltó de nuevo al suelo, un zumbido sordo, angustioso, se había adueñado de la bodega del paquebote; supo entonces que quedaba muy poco tiempo.
Casi al instante, una de las ocho maromas que sujetaban la máquina, se rompió. El marino no había visto nunca nada igual. Ni siquiera le parecía posible que una de aquellas cuerdas, casi tan gruesas como su antebrazo, pudiera llegar a partirse en dos como un simple cordel. Pero aquella lo hizo. Los dos cabos resultantes se separaron con un trallazo escalofriante y con tan mala suerte que uno de ellos encontró en su camino el cuerpo del capitán. El golpe recibido le hizo astillas los huesos del brazo derecho y le fracturó dos costillas. Por encima de sus propios gritos de dolor, Bradbury escuchó varios nuevos latigazos -cuatro o cinco, casi simultáneos, conforme se rompían las otras maromas- y supo que el monstruo mecánico estaba libre. Los calces de madera habían sido convertidos en serrín y todos los mecanismos se movían ya libremente, con creciente velocidad. La máquina aún permanecía en su lugar, ocupando el centro de la bodega. Pero no sería por mucho tiempo, El desenlace se acercaba.
Empujado por una ola enorme, el Montemolín se inclinó de pronto más de treinta grados sobre su costado de babor y la máquina comenzó a desplazarse.
El capitán imaginó en un instante lo que iba a ocurrir. El desplazamiento de la carga -mucho más, de una carga única y pesadísima como aquella- era una condena al naufragio para cualquier barco, aun sin mediar el temporal que los envolvía. En cualquier momento, en uno o dos envites más, el Montemolín escoraría sobre cualquiera de sus bandas más allá de lo admisible y zozobraría sin remedio.
Se equivocaba. No podía imaginar lo que en verdad iba a acontecer.
La máquina, libre de ataduras, permaneció todavía en su lugar durante algo más de un minuto. Por fin, un violento golpe de mar inclinó peligrosamente el paquebote, de nuevo hacia babor. Entonces sí, la máquina comenzó a deslizarse sin remedio sobre el suelo de la bodega. Lo hizo hasta estrellarse contra el costado del buque y, ante la aterrada incredulidad de Bradbury, el impacto abrió en el casco un boquete monstruoso por el que el artefacto abandonó el barco camino de las profundidades abisales y por el que, al tiempo, el mar entero se precipitó en la bodega.
La última visión de Bradbury fue aquella inconcebible vía de agua que iba a arrastrar, sin remedio, su barco al lecho arenoso del Atlántico. Su último pensamiento fue para sus hombres y sus pasajeros. Deseó que hubiesen tenido tiempo de subir a los botes salvavidas aunque, por otro lado, lo consideró improbable, dada la rapidez con que se habían sucedido los acontecimientos.

El Montemolín inició su postrera travesía, la que le iba a llevar hasta el fondo del mar del Norte. A mucha mayor velocidad que el propio buque, se sumergía la máquina que había causado todo aquel desastre. Si alguien hubiese podido verla en su descenso a los abismos marinos se habría quedado estupefacto al comprobar cómo seguía funcionando, impertérrita, mientras se hundía con la rapidez de una bola de plomo en un estanque. Incluso, una vez en el fondo, bajo tres mil metros de agua y en medio de la más absoluta oscuridad, siguió palpitando, rugiendo, girando, gimiendo, devolviéndole poco a poco al mar, durante años y años, la energía que el propio mar le había prestado.