


EL CÍRCULO HERMÉTICO
(Fernando Lalana)
-¿Hola? ¿Hay alguien?
Había atravesado cautelosamente el vestíbulo que daba paso al peristilo hasta asomarse al patio central porticado. Como llegaba tarde, suponía que le estarían esperando; pero allí no parecía haber nadie. Aguardó en silencio, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y la claridad de la luna fue suficiente para distinguir los perfiles del interior del edificio. Luego, avanzó hasta el centro del patio y miró hacia lo alto. Primero, recorrió con la vista la galería superior, doce arcos de medio punto apoyados en columnas sencillas y robustas. Y una balaustrada de la misma piedra, también con una decoración simple. Los condes de Contamina, aunque nobles, no debían de ser unos potentados, precisamente.
Por fin, elevó aún más la mirada para contemplar el trocito cuadrado de firmamento que quedaba enmarcado, como en una ventana horizontal, por el alero interior que remataba el patio. Al hacerlo, le crujieron las vértebras del cuello. A pesar del resplandor de las farolas y de la luz adicional que esta noche aportaban las hogueras de san Juan, pudo distinguir muchísimas más estrellas de las que habitualmente se veían en el cielo de la ciudad.
No podía imaginar entonces que esa era la última vez que contemplaba la bóveda celeste.
Percibió de pronto un movimiento sigiloso, a unos diez o quince pasos de distancia. De inmediato, una figura vestida de oscuro se hizo visible en uno de los rincones del patio, apareciendo inesperadamente tras uno de los compresores que se utilizaban en la obra.
-¿Quién anda ahí?
-Buenas noches, profesor Montorio -saludó el hombre surgido de las sombras, un tipo grande como el guardaespaldas de una estrella del rock.
-¿Casagrande? ¿Eres tú?
-No, profesor. Pero es él quien me envía.
-Ah, bien. ¿Traes el dinero?
El hombre, en lugar de contestar, se aproximó al anciano un par de pasos. Sus rasgos se hicieron visibles cuando los iluminó la luz de la luna.
-¿No se acuerda de mí, profesor? Fui alumno suyo en aquella academia de repasos... ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Academia Aneto.
Celíades Montorio frunció el ceño y trató de hallar un recuerdo en su memoria que coincidiese con las facciones de aquel sujeto. No lo consiguió. Tampoco es que pusiera en ello mucho empeño.
-Pues no, lo lamento -contestó-. La verdad es que he tenido tantos alumnos a lo largo de mi vida... Quizá si me dices tu apellido...
-No se acuerda, ¿eh? Claro, yo sería tan solo uno más. Uno entre cientos. ¿Cómo podría recordarme? Además, hace ya tantos años de eso... Pero yo sí le apreciaba, ¿sabe, profesor Montorio? Casagrande y mis otros compañeros se reían de usted. Le llamaban "el sapo". Pero a mí me gustaba su forma de explicar. Sobre todo, de explicar la Historia de España. Recuerdo el episodio de Viriato. Se me quedó grabado. Y mire que a mí no se me quedaba nada en la mollera. Pero de aquello, me acuerdo perfectamente. "Roma no paga traidores". ¡Qué bueno!
-Ya. Estupendo. Pero ¿has traído el dinero o no?
El ex alumno carraspeó suave y largamente antes de responder.
-No, profesor. No traigo ningún dinero.
Montorio, entonces, apretó los puños. Intentó parecer indignado y firme.
-¿Y para eso me hace Casagrande venir hasta aquí a estas horas? -chilló, con voz aguda-. Dile que, si no me paga mañana mismo, contaré todo lo que sé a los periódicos. ¡Díselo!
El hombre grande chasqueó la lengua.
-Sinceramente, no creemos que lo haga. Y no lo creemos por dos razones: La primera, porque a usted le interesa el dinero y solo el dinero. No le sirve de nada ser un buen ciudadano. Si cuenta su historia a la prensa se queda con las manos vacías y no saca ni un duro. Mal negocio. La segunda razón que nos hace dudar de que mañana acuda usted a la redacción de ningún periódico es la de que... voy a matarle ahora mismo.
Montorio se puso tenso. Parpadeó. Retrocedió apenas medio paso. Trató de no mostrarse asustado.
-¿Cómo...? Pero ¿qué estás diciendo, muchacho?
-Créame que lo lamento -dijo el tipo grandón, en un tono despreocupado, que contradecía el terrible significado de sus palabras-. He intentado avisarle para que no apareciese usted aquí esta noche porque esa era su única posibilidad de salvar la vida. Ya le digo que guardo un buen recuerdo de usted y le aseguro que habría preferido no tener que matarle. Tenía la esperanza de que no viniera. Pero ya veo que no ha recibido el aviso. ¿O quizá lo ha recibido y ha decidido ignorarlo?
-¡No! No he recibido aviso alguno.
-Lástima. En todo caso, ya da exactamente igual.
Ahora sí, Montorio retrocedió dos pasos.
-Pero... podríamos hacer como si lo hubiese recibido -propuso, con la voz velada-. Podríamos fingir ante tu jefe que no he acudido a la cita.
-Eso sería hacer trampa, profesor. ¿No recuerda la mala opinión que tenía de los tramposos, de quienes copiaban o usaban chuletas en los exámenes? Esta vez es usted el que no puede usar chuletas. Si no se hubiese presentado al examen yo me habría ido con las manos vacías y la conciencia tranquila. Pero ha venido. Está aquí, profesor. Se ha presentado y yo ya no puedo hacer nada. No puedo desobedecer a mi jefe. Tengo que cumplir con mi obligación. Lo entiende, ¿verdad?
El profesor Montorio intentó coger desprevenido a su antiguo alumno echando a correr de improviso hacia la puerta de salida. Pero aún no había alcanzado el peristilo del patio cuando sintió la manaza poderosa de su verdugo cayéndole sobre el pescuezo como una losa.
Al viejo profesor se le doblaron las rodillas. Luego, se sintió levantando en el aire. Al mismo tiempo, escuchó un siseo levísimo, como el de un avión de papel rasgando el aire. Y tuvo la convicción absoluta de que iba a morir en ese instante.
-Ah, mire, inspector, le voy a presentar a un amigo. Un compañero del instituto. Gerardo Biela. Gerardo, este es el inspector Germán Bareta.
Germán le aprieta la mano tan efusivamente, que por un momento temo que le triture las falanges.
-Mucho gusto -dice, con entusiasmo-. ¿De veras es usted inspector de policía?
-No, hombre, soy inspector de la compañía del gas.
-Ah...
-¡Pues claro que soy policía, hombre! ¡Ja, ja...!
Gerardo sonríe, encantado. Y un tanto perplejo, todo hay que decirlo. Es que a Bareta también hay que entenderlo.
-Es usted el primer inspector de policía que conozco -le confiesa-. ¡Y no sabe la ilusión que me hace! Es que yo, de mayor... bueno, aún no lo tengo decidido, claro, pero había pensado en la posibilidad de ser policía. No es mi única opción, ¿eh? Pero sí una de ellas.
Ahora, el asombro es mío. Es la primera vez que oigo a mi amigo asegurar semejante cosa.
Bareta le palmea la espalda, sonriente.
-¡Qué me dices! Pues me parece una magnífica idea, chaval. Además, en el cuerpo necesitamos gente como tú. Los delincuentes cada día son más grandes y los polis empezamos a tener complejo de bajitos.
-¿De veras?
-¡Qué va! Es broma. Pero, esto sí va en serio, en este trabajo, tener tus dimensiones casi siempre es una ventaja, te lo aseguro.
-El inspector es un amigo de mis padres.... -comienzo a explicar, intentando reconducir la conversación hacia la normalidad; Bareta, sin embargo, me interrumpe de inmediato.
-¡Eh, eh...! Las cosas se cuentan bien o no se cuentan, Nicolás. No soy un simple amigo. Por si lo has olvidado, soy tu padrino.
-¡Ah, sí, es cierto! La verdad es que no lo recordaba. Como nunca me hace usted ningún regalo...
Bareta se echa a reír.
-¡Serás canalla...! Vale, vale, tienes razón: nunca te regalo nada, es cierto. A pesar de que soy de natural generoso, reconozco que mi sueldo de inspector no me permite ser contigo tan desprendido como quisiera. Pero siempre te llamo por teléfono para tu cumpleaños, ¿a que sí? Aunque no me acuerde de cuántos años cumples.
-Pero qué cosas tan raras dices, padrino.
En ese momento, Gerardo me da un codazo leve, para llamar mi atención.
-Mira a quién tienes ahí.
La concentración de coches con luces giratorias ha ido atrayendo a un número cada vez más considerable de gente del barrio. La policía municipal desvía el tráfico y acaba de establecer un nuevo cordón de seguridad a nuestras espaldas. Vamos, que nos hemos quedado dentro de la zona restringida. Gerardo parece encantado con la circunstancia, sobre todo desde que acaba de descubrir a Malva entre las personas que deambulan más allá de las cintas de plástico. Cuando, siguiendo sus indicaciones, la localizo en la distancia, ella parece a punto de marcharse.
-¡Malva! ¡Malva, espera! -grito.
Ella se vuelve, alza las cejas, nos sonríe y nos saluda con la mano.
-¡Demonios! ¿La rubia del pelo corto es amiga vuestra? -pregunta Bareta, abriendo unos ojos como panderetas.
-Sobre todo, de Nico -dice Gerardo, en un tono que deja entrever una malévola intención.
-¡Qué me dices! ¿No será tu novia?
-No, no, padrino. Solo somos buenos amigos.
-¡Dimas! -grita Bareta-. ¡Deja pasar a la chica! ¡A esa! ¡A la rubia!
-¿Para qué? -protesto.
-Soy tu padrino, Nicolás. Tienes la obligación de presentarme a tu novia.
-¡Pero si te estoy diciendo que no es mi novia!
-Pues deberías intentar que lo sea, porque la muchacha es despampanante.
Malva ya se acerca hasta nosotros. Dos terceras partes de los curiosos han perdido el interés por las andanzas de la policía y solo la miran a ella.
-Recuerdas que habíamos quedado en ir hoy a la piscina, ¿verdad, Nico? -me dice, a modo de saludo.
-Sí, sí, claro que me acuerdo. Oye, mira, te voy a presentar a mi padrino, el inspector Germán Bareta. Esta es Malva. Malva Contreras.
-Mucho gusto, Malva -dice mi padrino, estampándole dos besos en las mejillas.
-Encantada, inspector. Aunque... lo cierto es que ya nos conocíamos.
Bareta alza las cejas. Yo alzo las cejas.
-¡Ah, sí? ¡No...! ¿En serio? No puedo creer que mi memoria sea tan cruel como para haber olvidado a alguien como tú.
Dios mío... ¿en qué novelita de quiosco habrá leído Bareta semejante frase?
-Hace tres años -le recuerda Malva-. Usted es el que hizo la mili en los regulares de Melilla, con el padre de Nico, ¿verdad?
Bareta parpadea, asombrado.
-Pues sí, así es. Y me resulta inexplicable y vergonzoso que tú me recuerdes y yo a ti, no. Tendrás que disculparme. Debe de ser cosa de la edad. Las neuronas, pobrecillas, que se van muriendo.
-O quizá, simplemente, guarde usted de mí una imagen diferente -aclara ella-. Yo entonces usaba gafas, llevaba el pelo mucho más largo y aún no me habían crecido las tetas.
Mi padrino carraspea y sonríe azorado.
-Ah, pues... vaya, ahora que lo dices... quizá sea eso, sí.
-Soy el inspector Germán Bareta. He hablado con usted hace unos minutos -dice mi padrino, mostrando su credencial.
-Ah, sí... Usted dirá, inspector.
De pronto, mi padrino se gira y me señala con el pulgar.
-Este joven es Nicolás Martín.
Avanzo un paso y me dejo ver. Ahora sí. Sorpresa, sorpresa. Ella me mira. Frunce el ceño y, dos segundos después, se queda de una pieza. Yo creo que, incluso, palidece.
-Hola, Nicolás -susurra, al cabo de un rato larguísimo.
-Hola, Desdémona.
-Bien. Y ahora que ya nos conocemos todos.... ¿podemos pasar? -pregunta Bareta.
Nos sentamos en torno a la mesa de la cocina. Desdémona saca unas cervezas de la nevera. A mí, sin preguntarme, me alarga una sin alcohol. Por lo que veo, no se le escapa una.
-¿Recuerdas que ayer por la tarde Nicolás acudió a la biblioteca donde trabajas y se llevó tres libros?
-Cuatro.
-¿Cuatro? -Bareta se vuelve hacia mí-. ¿Fueron cuatro?
-Cuatro, sí -confirmo-. Uno que necesitaba y tres más que escogí al azar.
-Bueno, pues cuatro. El caso es que entre las páginas de uno de ellos había una cartulina con un mensaje escrito con pluma estilográfica. ¿Tienes idea de quién pudo dejar ahí ese mensaje?
-¿En cuál de los libros estaba?
-El que habla de alumnos de Juan de Herrera.
-"Compendio de estudios sobre la vida y la obra de Diego de Sagredo y de algunos otros discípulos del señor Juan de Herrera" -recita Desdémona de carrerilla, sin un titubeo.
Mi padrino y yo nos quedamos impresionados.
-Exacto. Buena memoria -dice él-. La cuestión es si podríamos saber quién lo había pedido prestado justo antes de que Nicolás se lo llevase.
-No, lo siento. Eso no es posible.
-¿Cómo que no? -intervengo de inmediato-. Tomé el libro del carro de las devoluciones. Eso significa que alguien lo había devuelto después de tenerlo en préstamo. Y todos los préstamos que se efectúan en la biblioteca quedan registrados. ¿No es así?
Desdémona me lanza una mirada fría y adusta.
-Pues no, no es así. Sólo se hace ficha de préstamo si el libro se va a sacar fuera, pero no si se consulta en la propia biblioteca. Vino un hombre a media tarde. Hacia las seis. Me pidió ese libro y otros cinco más. Todos los que teníamos disponibles sobre Juan de Herrera y Juanelo Turriano. Los consultó durante unos minutos en la sala de lectura y, luego, los devolvió.
-Sin duda, fue entonces cuando pudo introducir la cartulina con la advertencia. Quizá, incluso, introdujo una advertencia en cada uno de esos cinco libros -aventuro.
-¿Recuerdas cómo era ese hombre? -le pregunta Bareta a Desdémona.
Ella cierra los ojos unos segundos.
-Era un hombre mayor, alto y delgado, con gafas sin montura, la nariz grande y rugosa. Calvo por delante pero con abundante pelo canoso en la parte posterior de la cabeza. ¿Conocen a Eduardo Punset?
-Sí -dice Bareta-. ¿Se parecía a Punset?
-Sobre todo, en el pelo. Aunque la nariz era más grande. Vestía un traje de corte antiguo en tela príncipe de Gales.
-Magnífica descripción -reconoce Bareta, tomando notas en una libretita que ha sacado del bolsillo-. Pero no sabes quién es.
-No. Ignoro su nombre.
-¿No es un cliente habitual de la biblioteca?
-Tenía carnet de socio, desde luego. Pero cuando me lo enseñó, me limité a comprobar que la fotografía coincidiese con su cara. Tampoco sé si acude a la biblioteca con asiduidad. Yo solo llevo trabajando allí desde el día quince de mayo. Y, desde luego, era la primera vez que lo veía.
-¿Estás segura?
-Completamente. Era un tipo muy peculiar.
Bareta saca entonces una fotografía de Celíades Montorio.
-¿Has visto alguna vez a este hombre?
-Sí -dice Desdémona tras mirar la foto unos segundos-. Este hombre sí ha venido por la biblioteca varias veces desde que yo trabajo allí. Pero, ¿qué le ha ocurrido en ese ojo? ¿Y por qué tiene tan mala cara en esa foto?
-Porque está muerto -le responde Bareta, como si tal cosa.
Desdémona aprieta los labios y sacude levemente la cabeza.
-¿Le... han matado?
-Asesinado -precisa Bareta.
-¿Y usted piensa que yo he tenido algo que ver?
-¡Claro que no! -exclamo, sin poder evitarlo.
Miro a mi padrino para que se sume a mi negativa, pero él ni siquiera ha parpadeado. Mira a Desdémona afilando la mirada.
-¿Debería pensarlo, Desdémona?
La pregunta de Bareta me deja helado. Ella, sin embargo, ni se inmuta. Se limita a esconder la mirada en el suelo.
-Por supuesto que no, inspector. Le aseguro que yo no he matado a ese hombre.
-Es extraño -comenta Bareta, tras una pausa en la que se masajea el puente de la nariz.
-¿El qué? -pregunta Desdémona.
-La mayoría de la gente, en esta situación, suele ser mucho más vehemente. Acostumbran a decir: "Yo no he matado a nadie en mi vida". O, incluso: "Yo sería incapaz de matar a nadie", sin saber que casi todos seríamos capaces de matar, si se dan las circunstancias para ello. Sin embargo, tú has dicho "Yo no he matado a ese hombre". Hay una importante diferencia.
Ella se encoge de hombros.
-Piense lo que quiera. Me he limitado a responder a su pregunta. No lo he matado. Solo lo he visto tres o cuatro veces, en la biblioteca.
-¿Recuerdas algo más sobre él? Cualquier detalle inusual.
Desdémona niega con la cabeza.
-¿Se te ocurre alguna manera de identificar al otro, al que dejó la nota?
-¿Al tipo que se parecía a Punset? Si volviera a verlo, lo reconocería, sin duda.
-¿Y si repasa las fichas de todos los socios de la biblioteca hasta dar con él? -propongo.
-Hay diecisiete mil socios -responde ella, apurada.
-Y seguro que la mayoría de las fotos no están actualizadas -añade Bareta-. No resultaría práctico.
El inspector saca una tarjeta de visita y se la entrega a Desdémona.
-Si recuerdas algo más o se te ocurre alguna idea genial que nos pueda ayudar, te agradecería que me llamases -luego, se vuelve hacia mí-. ¿Nos vamos?
Bareta sale de la cocina y se dirige a la puerta de entrada. Yo lo sigo pero, en el último momento, cambio de idea.
-Déjelo, inspector. Creo que volveré a casa por mi cuenta.
Mi padrino me mira, con el ceño ligeramente fruncido.
-O sea, que te quedas.
-Sí. Eso es. Si ella me lo permite, claro.
Desdémona se ha apoyado en el marco de la puerta de la cocina. Bareta nos mira. Primero, a mí. Luego, a ella, que asiente con la cabeza. Luego, a mí otra vez. Luego, a ella de nuevo. Por fin, la señala con el índice derecho.
-Además de un testigo de este caso, es mi ahijado. ¿Me explico?
-Lo tendré en cuenta -dice Desdémona.
-Y tú -me dice- ten cuidado con lo que haces.
-Descuida, padrino.
-Gracias por la cerveza, señorita González -gruñe Bareta, antes de cerrar la puerta.
Cuando el inspector se marcha, la bibliotecaria siniestra y yo nos miramos de hito en hito, sin decir palabra, durante un rato larguísimo.
-Siento lo de ayer -dice ella, por fin, bajando la vista-. En ese momento, me pareció el mejor modo de terminar con aquella situación.
Bareta esperó unos segundos. Quería saber si el líder del Círculo o alguno de los otros miembros hacía alguna mención a las anónimas amenazas de muerte que habían encontrado en el despacho de Celíades. Pero no fue así.
-Dígame: ¿por qué celebran sus reuniones precisamente los días trece?
-Por nada. Es una cifra fácil de recordar. Y somos trece los miembros del Círculo.
-Trece. Una cifra singular. Dicen que trae mala suerte.
-Bobadas. Es cierto que en las más antiguas culturas el trece era un número mágico porque son trece los ciclos que completa la luna en el plazo de un año. Y para los cristianos tiene también un potente significado porque fueron trece los que se sentaron a la mesa en la Última Cena.
-¡Ah, claro...! Jesucristo y los doce apóstoles. De modo que era eso. De ahí viene.
-Por supuesto. ¿No lo sabía?
-No se me había ocurrido pensarlo.
-De todos modos, son varios los números que encierran significados mágicos en diversas religiones y culturas: El tres, el seis, el siete, el once...
-Y, por cierto, ahora ustedes ya no son trece sino doce.
-Así es. Pobre Celíades.
-¿Piensan sustituirlo, para seguir siendo trece?
-Por supuesto que no -respondió "Hermógenes" en tono ofendido-. Todos los miembros del Círculo Cima somos insustituibles. Además, el trabajo que hacía Celíades no es fácil que otra persona lo pueda continuar. Lo cual no significa que, si alguien reúne las características necesarias y suficientes para convertirse en uno de los nuestros, no pueda incorporarse a nuestra pequeña comunidad.
Bareta seguía tomando notas en su cuaderno.
-¿Puede decirme qué es lo que Celíades estaba investigando para esa... enciclopedia de la luz rara que pretenden realizar?
-Arquitectura. Esa era su disciplina. Era un verdadero experto en Juan de Herrera, Juan Bautista Piranesi y otros peculiares arquitectos y maestros de obras. También estaba muy interesado en Juanelo Turriano.
-¿Y ese quién es?
-Un tipo estrafalario. Una especie de inventor del siglo dieciséis. Creo que Felipe segundo lo nombró matemático real.
-De modo que lo del señor Montorio era la Arquitectura. Bien, bien...
Bareta sacó entonces de la carpeta que tenía sobre la mesa las dos cartulinas en las que, con pulcra caligrafía inglesa, alguien trataba de advertir a Celíades del peligro de muerte que corría al acudir a su cita de la noche de San Juan. Se las mostró a los ocho profesores.
-¿Saben quién pudo escribir estas notas?
Algunos se acercaron, para verlas mejor. Otros, se calaron las gafas. Todos permanecieron en silencio.
-Están escritas con pluma -continuó Bareta-. ¿Alguno de ustedes utiliza estilográfica?
-Todos lo hacemos -respondió "Hermógenes", erigiéndose una vez más como portavoz del grupo.
Sin embargo, tras unos instantes de tenso silencio, alzó la mano don Eliseo Barba "Albayalde". Un hombre menudo, de bigote entrecano y que lucía una leontina dorada al final de la cual, sin embargo, no había reloj de bolsillo alguno.
-El color de la tinta no es negro, ¿verdad? -preguntó.
-Es verde -respondió Bareta-. Verde muy oscuro.
-Verde inglés -dijo Barba, confirmando su sospecha-. Y la letra... yo diría que es la de Jacinto. Además, le gusta cambiar de color de tinta. Y la semana pasada estaba usando verde inglés.
-¿Se refiere usted a Jacinto Subías?
-Sí.
-¡Qué casualidad! Otro de los que no han aparecido en el entierro. Veo que he tenido muy mala suerte. He localizado a todos los inocentes y aún no he podido dar con ninguno de los que podrían aportar algo a mi investigación. Sin embargo, espero que me ayuden a encontrar a este tal Subías cuanto antes.
-Por supuesto -intervino de nuevo Honorio Alcázar-. Le puedo facilitar su dirección y teléfono ahora mismo, inspector.
-Se lo agradezco. Pero antes, tengo que hacerles a todos ustedes una última y obligada pregunta: ¿Tienen idea de quién podría querer asesinar a su compañero Celíades Montorio?
Honorio Alcázar bajó la vista y, luego, negó con la cabeza.
-No, lo siento. No se me ocurre.
-¡Pues claro que sé quién lo mató! ¡Fueron los Lucarni!
Ahora, todas las miradas confluyeron en "Damero". Félix Hernando, el más alto y enjuto de los allí presentes, de ojos negrísimos y cejas angulosas que le otorgaban una mirada feroz y alterada. Una mirada de loco peligroso.
-¿Cómo ha dicho? -preguntó Bareta.
-Los Lucarni, inspector. ¡Los Lucarni! Ellos fueron los asesinos de Celíades, sin duda alguna.
Ninguno de nosotros le replica. Sabemos que tiene razón pero, sobre todo, estamos demasiado asustados para llevarle la contraria. O quizá pensamos que no merece la pena enzarzarse en discusión alguna. Creo que todos somos conscientes de que pueden ser nuestros últimos segundos de vida. Si Bareta no logra su propósito de llegar hasta la manguera, si está cortado el suministro de agua, si los bomberos no llegan a tiempo... estamos listos.
Sin pararme a pensarlo, me abrazo a Desdémona. Me tumbo junto a ella y la aprieto contra mí. No pienso en protegerla sino, al contrario, en buscar su protección. Como estamos los dos en ropa interior y sudando como galeotes, el contacto con su piel se me hace extraño. Es húmedo y viscoso. Como si nos fundiésemos el uno en el otro.
-No vamos a morir, no vamos a morir, no vamos a morir...
-¡Cállate! -me suplica ella.
-No vamos a morir...
Me tapa la boca con la mano. Y, enseguida, me besa con rabia, como la otra noche. Supongo que lo hace para que me calle.
Paula y Gerardo que, sentados junto a nosotros en un rincón, se han cogido de las manos, nos miran besarnos con sorpresa.
Gerardo, de pronto, comienza a toser.
-Es el humo -dice Paula-. Se nos acaba el tiempo.
Desdémona separa sus labios de los míos.
-Vamos a morir, ¿verdad? -me pregunta.
-¡Que no! ¿Es que no me oyes? No vamos a morir. Bareta nos va a sacar de aquí.
-Bareta ya debe de estar muerto.
Dice. Y vuelve a besarme. En otras circunstancias, sería excitante. En el suelo, abrazado a una chica como Desdémona, sudorosos. En ropa interior. Besándonos desesperadamente.
Por desgracia, la cercanía del peligro, la posibilidad de la muerte, me impide disfrutar del momento como debiera. Con todo, soy capaz de darme cuenta de que, de entre todas las formas de morir, de entre todas las circunstancias posibles para dejar este mundo, no se me ocurre una que sea preferible a esta. Besando a Desdémona. O, mejor dicho, dejándome besar por ella. O mejor dicho aún, devorado por Desdémona. Casi me da miedo.
No sé si quiero que esto dure para siempre o que acabe de inmediato.
-¿No le parece una increíble casualidad, amigo Esquivel?
-¿El qué?
-El profesor Montorio ha muerto y la mayor parte de los materiales de la exposición que preparaba han quedado destruidos. Y usted aparece tanto en la conferencia que pronunció hace dos meses, como en el lugar del incendio muy pocas horas antes de que se produzca. A eso, yo lo llamo una coincidencia.
Custodio Esquivel inspira profundamente y afila la mirada.
-Ya he negado tener nada que ver con ese incendio, si es que está pretendiendo acusarme de ello.
-¿Es así? -pregunta Meni de Lizana-. ¿Está acusándole de provocar el incendio, inspector?
Bareta retrasa la respuesta.
-No, de momento -dice, por fin-. Pero lo consideramos sospechoso.
-¡Vamos, inspector! -interviene Carlo Henríquez-. Admito que hay una coincidencia remota con el incendio. Una coincidencia de lugar, que no de tiempo. Pero ¿qué clase de conexión con su asesinato es el asistir a una conferencia del profesor dos meses antes de su muerte? Eso, ni siquiera supone una relación circunstancial.
-En eso, tiene toda la razón -admite Serafín Aljundia, a nuestro lado-. Lo cierto es que no tenemos nada. Bareta se ha lanzado a dar un palo de ciego y, claro, ha fallado el golpe.
-No contesta -advierte Malva.
-No tiene nada que contestar. Se ha quedado con el culo al aire y Henríquez lo ha calado. No vamos a sacar nada de ellos.
En efecto, el inspector, aunque trata de disimularlo, está fastidiado por lo ineficaz de su estratagema. Quizá por eso, de repente, levanta la mirada y la posa sobre Carlo Henríquez.
-Señor Henríquez... ¿le importaría quitarse un momento las gafas?
-La verdad, preferiría no hacerlo.
-¿Teme que le moleste la luz? Podemos rebajarla aún más.
-No es eso. Padezco una enfermedad que hace poco agradable para los demás contemplar mis ojos.
Bareta calla. Al cabo de unos segundos, el marido de la escritora cede, se encoge de hombros y se despoja de las grandes y oscurísimas Ray-Ban.
-¡Cielos...! -exclama Malva, llevándose las manos a la boca.
Contemplar los ojos de Henríquez produce una desazón terrible. Yo nunca había visto una mirada así. Carecen de brillo, como si estuviesen completamente secos. El blanco tiende a rosado, las pupilas son enormes y el iris, apenas un anillo de un par de milímetros, aparece sucio y sin vida. Son los ojos de un muerto.
-¿No le da el oculista solución para su problema? -inquiere el inspector Bareta, esforzándose para no mostrar su repulsión.
-Claro. Que me ponga gafas oscuras, para no asustar a la gente.
-Entiendo. Y lo lamento. Pero conserva usted la vista ¿no?
-Desgraciadamente, sí.
-¿Desgraciadamente?
Había atravesado cautelosamente el vestíbulo que daba paso al peristilo hasta asomarse al patio central porticado. Como llegaba tarde, suponía que le estarían esperando; pero allí no parecía haber nadie. Aguardó en silencio, hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y la claridad de la luna fue suficiente para distinguir los perfiles del interior del edificio. Luego, avanzó hasta el centro del patio y miró hacia lo alto. Primero, recorrió con la vista la galería superior, doce arcos de medio punto apoyados en columnas sencillas y robustas. Y una balaustrada de la misma piedra, también con una decoración simple. Los condes de Contamina, aunque nobles, no debían de ser unos potentados, precisamente.
Por fin, elevó aún más la mirada para contemplar el trocito cuadrado de firmamento que quedaba enmarcado, como en una ventana horizontal, por el alero interior que remataba el patio. Al hacerlo, le crujieron las vértebras del cuello. A pesar del resplandor de las farolas y de la luz adicional que esta noche aportaban las hogueras de san Juan, pudo distinguir muchísimas más estrellas de las que habitualmente se veían en el cielo de la ciudad.
No podía imaginar entonces que esa era la última vez que contemplaba la bóveda celeste.
Percibió de pronto un movimiento sigiloso, a unos diez o quince pasos de distancia. De inmediato, una figura vestida de oscuro se hizo visible en uno de los rincones del patio, apareciendo inesperadamente tras uno de los compresores que se utilizaban en la obra.
-¿Quién anda ahí?
-Buenas noches, profesor Montorio -saludó el hombre surgido de las sombras, un tipo grande como el guardaespaldas de una estrella del rock.
-¿Casagrande? ¿Eres tú?
-No, profesor. Pero es él quien me envía.
-Ah, bien. ¿Traes el dinero?
El hombre, en lugar de contestar, se aproximó al anciano un par de pasos. Sus rasgos se hicieron visibles cuando los iluminó la luz de la luna.
-¿No se acuerda de mí, profesor? Fui alumno suyo en aquella academia de repasos... ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Academia Aneto.
Celíades Montorio frunció el ceño y trató de hallar un recuerdo en su memoria que coincidiese con las facciones de aquel sujeto. No lo consiguió. Tampoco es que pusiera en ello mucho empeño.
-Pues no, lo lamento -contestó-. La verdad es que he tenido tantos alumnos a lo largo de mi vida... Quizá si me dices tu apellido...
-No se acuerda, ¿eh? Claro, yo sería tan solo uno más. Uno entre cientos. ¿Cómo podría recordarme? Además, hace ya tantos años de eso... Pero yo sí le apreciaba, ¿sabe, profesor Montorio? Casagrande y mis otros compañeros se reían de usted. Le llamaban "el sapo". Pero a mí me gustaba su forma de explicar. Sobre todo, de explicar la Historia de España. Recuerdo el episodio de Viriato. Se me quedó grabado. Y mire que a mí no se me quedaba nada en la mollera. Pero de aquello, me acuerdo perfectamente. "Roma no paga traidores". ¡Qué bueno!
-Ya. Estupendo. Pero ¿has traído el dinero o no?
El ex alumno carraspeó suave y largamente antes de responder.
-No, profesor. No traigo ningún dinero.
Montorio, entonces, apretó los puños. Intentó parecer indignado y firme.
-¿Y para eso me hace Casagrande venir hasta aquí a estas horas? -chilló, con voz aguda-. Dile que, si no me paga mañana mismo, contaré todo lo que sé a los periódicos. ¡Díselo!
El hombre grande chasqueó la lengua.
-Sinceramente, no creemos que lo haga. Y no lo creemos por dos razones: La primera, porque a usted le interesa el dinero y solo el dinero. No le sirve de nada ser un buen ciudadano. Si cuenta su historia a la prensa se queda con las manos vacías y no saca ni un duro. Mal negocio. La segunda razón que nos hace dudar de que mañana acuda usted a la redacción de ningún periódico es la de que... voy a matarle ahora mismo.
Montorio se puso tenso. Parpadeó. Retrocedió apenas medio paso. Trató de no mostrarse asustado.
-¿Cómo...? Pero ¿qué estás diciendo, muchacho?
-Créame que lo lamento -dijo el tipo grandón, en un tono despreocupado, que contradecía el terrible significado de sus palabras-. He intentado avisarle para que no apareciese usted aquí esta noche porque esa era su única posibilidad de salvar la vida. Ya le digo que guardo un buen recuerdo de usted y le aseguro que habría preferido no tener que matarle. Tenía la esperanza de que no viniera. Pero ya veo que no ha recibido el aviso. ¿O quizá lo ha recibido y ha decidido ignorarlo?
-¡No! No he recibido aviso alguno.
-Lástima. En todo caso, ya da exactamente igual.
Ahora sí, Montorio retrocedió dos pasos.
-Pero... podríamos hacer como si lo hubiese recibido -propuso, con la voz velada-. Podríamos fingir ante tu jefe que no he acudido a la cita.
-Eso sería hacer trampa, profesor. ¿No recuerda la mala opinión que tenía de los tramposos, de quienes copiaban o usaban chuletas en los exámenes? Esta vez es usted el que no puede usar chuletas. Si no se hubiese presentado al examen yo me habría ido con las manos vacías y la conciencia tranquila. Pero ha venido. Está aquí, profesor. Se ha presentado y yo ya no puedo hacer nada. No puedo desobedecer a mi jefe. Tengo que cumplir con mi obligación. Lo entiende, ¿verdad?
El profesor Montorio intentó coger desprevenido a su antiguo alumno echando a correr de improviso hacia la puerta de salida. Pero aún no había alcanzado el peristilo del patio cuando sintió la manaza poderosa de su verdugo cayéndole sobre el pescuezo como una losa.
Al viejo profesor se le doblaron las rodillas. Luego, se sintió levantando en el aire. Al mismo tiempo, escuchó un siseo levísimo, como el de un avión de papel rasgando el aire. Y tuvo la convicción absoluta de que iba a morir en ese instante.
-Ah, mire, inspector, le voy a presentar a un amigo. Un compañero del instituto. Gerardo Biela. Gerardo, este es el inspector Germán Bareta.
Germán le aprieta la mano tan efusivamente, que por un momento temo que le triture las falanges.
-Mucho gusto -dice, con entusiasmo-. ¿De veras es usted inspector de policía?
-No, hombre, soy inspector de la compañía del gas.
-Ah...
-¡Pues claro que soy policía, hombre! ¡Ja, ja...!
Gerardo sonríe, encantado. Y un tanto perplejo, todo hay que decirlo. Es que a Bareta también hay que entenderlo.
-Es usted el primer inspector de policía que conozco -le confiesa-. ¡Y no sabe la ilusión que me hace! Es que yo, de mayor... bueno, aún no lo tengo decidido, claro, pero había pensado en la posibilidad de ser policía. No es mi única opción, ¿eh? Pero sí una de ellas.
Ahora, el asombro es mío. Es la primera vez que oigo a mi amigo asegurar semejante cosa.
Bareta le palmea la espalda, sonriente.
-¡Qué me dices! Pues me parece una magnífica idea, chaval. Además, en el cuerpo necesitamos gente como tú. Los delincuentes cada día son más grandes y los polis empezamos a tener complejo de bajitos.
-¿De veras?
-¡Qué va! Es broma. Pero, esto sí va en serio, en este trabajo, tener tus dimensiones casi siempre es una ventaja, te lo aseguro.
-El inspector es un amigo de mis padres.... -comienzo a explicar, intentando reconducir la conversación hacia la normalidad; Bareta, sin embargo, me interrumpe de inmediato.
-¡Eh, eh...! Las cosas se cuentan bien o no se cuentan, Nicolás. No soy un simple amigo. Por si lo has olvidado, soy tu padrino.
-¡Ah, sí, es cierto! La verdad es que no lo recordaba. Como nunca me hace usted ningún regalo...
Bareta se echa a reír.
-¡Serás canalla...! Vale, vale, tienes razón: nunca te regalo nada, es cierto. A pesar de que soy de natural generoso, reconozco que mi sueldo de inspector no me permite ser contigo tan desprendido como quisiera. Pero siempre te llamo por teléfono para tu cumpleaños, ¿a que sí? Aunque no me acuerde de cuántos años cumples.
-Pero qué cosas tan raras dices, padrino.
En ese momento, Gerardo me da un codazo leve, para llamar mi atención.
-Mira a quién tienes ahí.
La concentración de coches con luces giratorias ha ido atrayendo a un número cada vez más considerable de gente del barrio. La policía municipal desvía el tráfico y acaba de establecer un nuevo cordón de seguridad a nuestras espaldas. Vamos, que nos hemos quedado dentro de la zona restringida. Gerardo parece encantado con la circunstancia, sobre todo desde que acaba de descubrir a Malva entre las personas que deambulan más allá de las cintas de plástico. Cuando, siguiendo sus indicaciones, la localizo en la distancia, ella parece a punto de marcharse.
-¡Malva! ¡Malva, espera! -grito.
Ella se vuelve, alza las cejas, nos sonríe y nos saluda con la mano.
-¡Demonios! ¿La rubia del pelo corto es amiga vuestra? -pregunta Bareta, abriendo unos ojos como panderetas.
-Sobre todo, de Nico -dice Gerardo, en un tono que deja entrever una malévola intención.
-¡Qué me dices! ¿No será tu novia?
-No, no, padrino. Solo somos buenos amigos.
-¡Dimas! -grita Bareta-. ¡Deja pasar a la chica! ¡A esa! ¡A la rubia!
-¿Para qué? -protesto.
-Soy tu padrino, Nicolás. Tienes la obligación de presentarme a tu novia.
-¡Pero si te estoy diciendo que no es mi novia!
-Pues deberías intentar que lo sea, porque la muchacha es despampanante.
Malva ya se acerca hasta nosotros. Dos terceras partes de los curiosos han perdido el interés por las andanzas de la policía y solo la miran a ella.
-Recuerdas que habíamos quedado en ir hoy a la piscina, ¿verdad, Nico? -me dice, a modo de saludo.
-Sí, sí, claro que me acuerdo. Oye, mira, te voy a presentar a mi padrino, el inspector Germán Bareta. Esta es Malva. Malva Contreras.
-Mucho gusto, Malva -dice mi padrino, estampándole dos besos en las mejillas.
-Encantada, inspector. Aunque... lo cierto es que ya nos conocíamos.
Bareta alza las cejas. Yo alzo las cejas.
-¡Ah, sí? ¡No...! ¿En serio? No puedo creer que mi memoria sea tan cruel como para haber olvidado a alguien como tú.
Dios mío... ¿en qué novelita de quiosco habrá leído Bareta semejante frase?
-Hace tres años -le recuerda Malva-. Usted es el que hizo la mili en los regulares de Melilla, con el padre de Nico, ¿verdad?
Bareta parpadea, asombrado.
-Pues sí, así es. Y me resulta inexplicable y vergonzoso que tú me recuerdes y yo a ti, no. Tendrás que disculparme. Debe de ser cosa de la edad. Las neuronas, pobrecillas, que se van muriendo.
-O quizá, simplemente, guarde usted de mí una imagen diferente -aclara ella-. Yo entonces usaba gafas, llevaba el pelo mucho más largo y aún no me habían crecido las tetas.
Mi padrino carraspea y sonríe azorado.
-Ah, pues... vaya, ahora que lo dices... quizá sea eso, sí.
-Soy el inspector Germán Bareta. He hablado con usted hace unos minutos -dice mi padrino, mostrando su credencial.
-Ah, sí... Usted dirá, inspector.
De pronto, mi padrino se gira y me señala con el pulgar.
-Este joven es Nicolás Martín.
Avanzo un paso y me dejo ver. Ahora sí. Sorpresa, sorpresa. Ella me mira. Frunce el ceño y, dos segundos después, se queda de una pieza. Yo creo que, incluso, palidece.
-Hola, Nicolás -susurra, al cabo de un rato larguísimo.
-Hola, Desdémona.
-Bien. Y ahora que ya nos conocemos todos.... ¿podemos pasar? -pregunta Bareta.
Nos sentamos en torno a la mesa de la cocina. Desdémona saca unas cervezas de la nevera. A mí, sin preguntarme, me alarga una sin alcohol. Por lo que veo, no se le escapa una.
-¿Recuerdas que ayer por la tarde Nicolás acudió a la biblioteca donde trabajas y se llevó tres libros?
-Cuatro.
-¿Cuatro? -Bareta se vuelve hacia mí-. ¿Fueron cuatro?
-Cuatro, sí -confirmo-. Uno que necesitaba y tres más que escogí al azar.
-Bueno, pues cuatro. El caso es que entre las páginas de uno de ellos había una cartulina con un mensaje escrito con pluma estilográfica. ¿Tienes idea de quién pudo dejar ahí ese mensaje?
-¿En cuál de los libros estaba?
-El que habla de alumnos de Juan de Herrera.
-"Compendio de estudios sobre la vida y la obra de Diego de Sagredo y de algunos otros discípulos del señor Juan de Herrera" -recita Desdémona de carrerilla, sin un titubeo.
Mi padrino y yo nos quedamos impresionados.
-Exacto. Buena memoria -dice él-. La cuestión es si podríamos saber quién lo había pedido prestado justo antes de que Nicolás se lo llevase.
-No, lo siento. Eso no es posible.
-¿Cómo que no? -intervengo de inmediato-. Tomé el libro del carro de las devoluciones. Eso significa que alguien lo había devuelto después de tenerlo en préstamo. Y todos los préstamos que se efectúan en la biblioteca quedan registrados. ¿No es así?
Desdémona me lanza una mirada fría y adusta.
-Pues no, no es así. Sólo se hace ficha de préstamo si el libro se va a sacar fuera, pero no si se consulta en la propia biblioteca. Vino un hombre a media tarde. Hacia las seis. Me pidió ese libro y otros cinco más. Todos los que teníamos disponibles sobre Juan de Herrera y Juanelo Turriano. Los consultó durante unos minutos en la sala de lectura y, luego, los devolvió.
-Sin duda, fue entonces cuando pudo introducir la cartulina con la advertencia. Quizá, incluso, introdujo una advertencia en cada uno de esos cinco libros -aventuro.
-¿Recuerdas cómo era ese hombre? -le pregunta Bareta a Desdémona.
Ella cierra los ojos unos segundos.
-Era un hombre mayor, alto y delgado, con gafas sin montura, la nariz grande y rugosa. Calvo por delante pero con abundante pelo canoso en la parte posterior de la cabeza. ¿Conocen a Eduardo Punset?
-Sí -dice Bareta-. ¿Se parecía a Punset?
-Sobre todo, en el pelo. Aunque la nariz era más grande. Vestía un traje de corte antiguo en tela príncipe de Gales.
-Magnífica descripción -reconoce Bareta, tomando notas en una libretita que ha sacado del bolsillo-. Pero no sabes quién es.
-No. Ignoro su nombre.
-¿No es un cliente habitual de la biblioteca?
-Tenía carnet de socio, desde luego. Pero cuando me lo enseñó, me limité a comprobar que la fotografía coincidiese con su cara. Tampoco sé si acude a la biblioteca con asiduidad. Yo solo llevo trabajando allí desde el día quince de mayo. Y, desde luego, era la primera vez que lo veía.
-¿Estás segura?
-Completamente. Era un tipo muy peculiar.
Bareta saca entonces una fotografía de Celíades Montorio.
-¿Has visto alguna vez a este hombre?
-Sí -dice Desdémona tras mirar la foto unos segundos-. Este hombre sí ha venido por la biblioteca varias veces desde que yo trabajo allí. Pero, ¿qué le ha ocurrido en ese ojo? ¿Y por qué tiene tan mala cara en esa foto?
-Porque está muerto -le responde Bareta, como si tal cosa.
Desdémona aprieta los labios y sacude levemente la cabeza.
-¿Le... han matado?
-Asesinado -precisa Bareta.
-¿Y usted piensa que yo he tenido algo que ver?
-¡Claro que no! -exclamo, sin poder evitarlo.
Miro a mi padrino para que se sume a mi negativa, pero él ni siquiera ha parpadeado. Mira a Desdémona afilando la mirada.
-¿Debería pensarlo, Desdémona?
La pregunta de Bareta me deja helado. Ella, sin embargo, ni se inmuta. Se limita a esconder la mirada en el suelo.
-Por supuesto que no, inspector. Le aseguro que yo no he matado a ese hombre.
-Es extraño -comenta Bareta, tras una pausa en la que se masajea el puente de la nariz.
-¿El qué? -pregunta Desdémona.
-La mayoría de la gente, en esta situación, suele ser mucho más vehemente. Acostumbran a decir: "Yo no he matado a nadie en mi vida". O, incluso: "Yo sería incapaz de matar a nadie", sin saber que casi todos seríamos capaces de matar, si se dan las circunstancias para ello. Sin embargo, tú has dicho "Yo no he matado a ese hombre". Hay una importante diferencia.
Ella se encoge de hombros.
-Piense lo que quiera. Me he limitado a responder a su pregunta. No lo he matado. Solo lo he visto tres o cuatro veces, en la biblioteca.
-¿Recuerdas algo más sobre él? Cualquier detalle inusual.
Desdémona niega con la cabeza.
-¿Se te ocurre alguna manera de identificar al otro, al que dejó la nota?
-¿Al tipo que se parecía a Punset? Si volviera a verlo, lo reconocería, sin duda.
-¿Y si repasa las fichas de todos los socios de la biblioteca hasta dar con él? -propongo.
-Hay diecisiete mil socios -responde ella, apurada.
-Y seguro que la mayoría de las fotos no están actualizadas -añade Bareta-. No resultaría práctico.
El inspector saca una tarjeta de visita y se la entrega a Desdémona.
-Si recuerdas algo más o se te ocurre alguna idea genial que nos pueda ayudar, te agradecería que me llamases -luego, se vuelve hacia mí-. ¿Nos vamos?
Bareta sale de la cocina y se dirige a la puerta de entrada. Yo lo sigo pero, en el último momento, cambio de idea.
-Déjelo, inspector. Creo que volveré a casa por mi cuenta.
Mi padrino me mira, con el ceño ligeramente fruncido.
-O sea, que te quedas.
-Sí. Eso es. Si ella me lo permite, claro.
Desdémona se ha apoyado en el marco de la puerta de la cocina. Bareta nos mira. Primero, a mí. Luego, a ella, que asiente con la cabeza. Luego, a mí otra vez. Luego, a ella de nuevo. Por fin, la señala con el índice derecho.
-Además de un testigo de este caso, es mi ahijado. ¿Me explico?
-Lo tendré en cuenta -dice Desdémona.
-Y tú -me dice- ten cuidado con lo que haces.
-Descuida, padrino.
-Gracias por la cerveza, señorita González -gruñe Bareta, antes de cerrar la puerta.
Cuando el inspector se marcha, la bibliotecaria siniestra y yo nos miramos de hito en hito, sin decir palabra, durante un rato larguísimo.
-Siento lo de ayer -dice ella, por fin, bajando la vista-. En ese momento, me pareció el mejor modo de terminar con aquella situación.
Bareta esperó unos segundos. Quería saber si el líder del Círculo o alguno de los otros miembros hacía alguna mención a las anónimas amenazas de muerte que habían encontrado en el despacho de Celíades. Pero no fue así.
-Dígame: ¿por qué celebran sus reuniones precisamente los días trece?
-Por nada. Es una cifra fácil de recordar. Y somos trece los miembros del Círculo.
-Trece. Una cifra singular. Dicen que trae mala suerte.
-Bobadas. Es cierto que en las más antiguas culturas el trece era un número mágico porque son trece los ciclos que completa la luna en el plazo de un año. Y para los cristianos tiene también un potente significado porque fueron trece los que se sentaron a la mesa en la Última Cena.
-¡Ah, claro...! Jesucristo y los doce apóstoles. De modo que era eso. De ahí viene.
-Por supuesto. ¿No lo sabía?
-No se me había ocurrido pensarlo.
-De todos modos, son varios los números que encierran significados mágicos en diversas religiones y culturas: El tres, el seis, el siete, el once...
-Y, por cierto, ahora ustedes ya no son trece sino doce.
-Así es. Pobre Celíades.
-¿Piensan sustituirlo, para seguir siendo trece?
-Por supuesto que no -respondió "Hermógenes" en tono ofendido-. Todos los miembros del Círculo Cima somos insustituibles. Además, el trabajo que hacía Celíades no es fácil que otra persona lo pueda continuar. Lo cual no significa que, si alguien reúne las características necesarias y suficientes para convertirse en uno de los nuestros, no pueda incorporarse a nuestra pequeña comunidad.
Bareta seguía tomando notas en su cuaderno.
-¿Puede decirme qué es lo que Celíades estaba investigando para esa... enciclopedia de la luz rara que pretenden realizar?
-Arquitectura. Esa era su disciplina. Era un verdadero experto en Juan de Herrera, Juan Bautista Piranesi y otros peculiares arquitectos y maestros de obras. También estaba muy interesado en Juanelo Turriano.
-¿Y ese quién es?
-Un tipo estrafalario. Una especie de inventor del siglo dieciséis. Creo que Felipe segundo lo nombró matemático real.
-De modo que lo del señor Montorio era la Arquitectura. Bien, bien...
Bareta sacó entonces de la carpeta que tenía sobre la mesa las dos cartulinas en las que, con pulcra caligrafía inglesa, alguien trataba de advertir a Celíades del peligro de muerte que corría al acudir a su cita de la noche de San Juan. Se las mostró a los ocho profesores.
-¿Saben quién pudo escribir estas notas?
Algunos se acercaron, para verlas mejor. Otros, se calaron las gafas. Todos permanecieron en silencio.
-Están escritas con pluma -continuó Bareta-. ¿Alguno de ustedes utiliza estilográfica?
-Todos lo hacemos -respondió "Hermógenes", erigiéndose una vez más como portavoz del grupo.
Sin embargo, tras unos instantes de tenso silencio, alzó la mano don Eliseo Barba "Albayalde". Un hombre menudo, de bigote entrecano y que lucía una leontina dorada al final de la cual, sin embargo, no había reloj de bolsillo alguno.
-El color de la tinta no es negro, ¿verdad? -preguntó.
-Es verde -respondió Bareta-. Verde muy oscuro.
-Verde inglés -dijo Barba, confirmando su sospecha-. Y la letra... yo diría que es la de Jacinto. Además, le gusta cambiar de color de tinta. Y la semana pasada estaba usando verde inglés.
-¿Se refiere usted a Jacinto Subías?
-Sí.
-¡Qué casualidad! Otro de los que no han aparecido en el entierro. Veo que he tenido muy mala suerte. He localizado a todos los inocentes y aún no he podido dar con ninguno de los que podrían aportar algo a mi investigación. Sin embargo, espero que me ayuden a encontrar a este tal Subías cuanto antes.
-Por supuesto -intervino de nuevo Honorio Alcázar-. Le puedo facilitar su dirección y teléfono ahora mismo, inspector.
-Se lo agradezco. Pero antes, tengo que hacerles a todos ustedes una última y obligada pregunta: ¿Tienen idea de quién podría querer asesinar a su compañero Celíades Montorio?
Honorio Alcázar bajó la vista y, luego, negó con la cabeza.
-No, lo siento. No se me ocurre.
-¡Pues claro que sé quién lo mató! ¡Fueron los Lucarni!
Ahora, todas las miradas confluyeron en "Damero". Félix Hernando, el más alto y enjuto de los allí presentes, de ojos negrísimos y cejas angulosas que le otorgaban una mirada feroz y alterada. Una mirada de loco peligroso.
-¿Cómo ha dicho? -preguntó Bareta.
-Los Lucarni, inspector. ¡Los Lucarni! Ellos fueron los asesinos de Celíades, sin duda alguna.
Ninguno de nosotros le replica. Sabemos que tiene razón pero, sobre todo, estamos demasiado asustados para llevarle la contraria. O quizá pensamos que no merece la pena enzarzarse en discusión alguna. Creo que todos somos conscientes de que pueden ser nuestros últimos segundos de vida. Si Bareta no logra su propósito de llegar hasta la manguera, si está cortado el suministro de agua, si los bomberos no llegan a tiempo... estamos listos.
Sin pararme a pensarlo, me abrazo a Desdémona. Me tumbo junto a ella y la aprieto contra mí. No pienso en protegerla sino, al contrario, en buscar su protección. Como estamos los dos en ropa interior y sudando como galeotes, el contacto con su piel se me hace extraño. Es húmedo y viscoso. Como si nos fundiésemos el uno en el otro.
-No vamos a morir, no vamos a morir, no vamos a morir...
-¡Cállate! -me suplica ella.
-No vamos a morir...
Me tapa la boca con la mano. Y, enseguida, me besa con rabia, como la otra noche. Supongo que lo hace para que me calle.
Paula y Gerardo que, sentados junto a nosotros en un rincón, se han cogido de las manos, nos miran besarnos con sorpresa.
Gerardo, de pronto, comienza a toser.
-Es el humo -dice Paula-. Se nos acaba el tiempo.
Desdémona separa sus labios de los míos.
-Vamos a morir, ¿verdad? -me pregunta.
-¡Que no! ¿Es que no me oyes? No vamos a morir. Bareta nos va a sacar de aquí.
-Bareta ya debe de estar muerto.
Dice. Y vuelve a besarme. En otras circunstancias, sería excitante. En el suelo, abrazado a una chica como Desdémona, sudorosos. En ropa interior. Besándonos desesperadamente.
Por desgracia, la cercanía del peligro, la posibilidad de la muerte, me impide disfrutar del momento como debiera. Con todo, soy capaz de darme cuenta de que, de entre todas las formas de morir, de entre todas las circunstancias posibles para dejar este mundo, no se me ocurre una que sea preferible a esta. Besando a Desdémona. O, mejor dicho, dejándome besar por ella. O mejor dicho aún, devorado por Desdémona. Casi me da miedo.
No sé si quiero que esto dure para siempre o que acabe de inmediato.
-¿No le parece una increíble casualidad, amigo Esquivel?
-¿El qué?
-El profesor Montorio ha muerto y la mayor parte de los materiales de la exposición que preparaba han quedado destruidos. Y usted aparece tanto en la conferencia que pronunció hace dos meses, como en el lugar del incendio muy pocas horas antes de que se produzca. A eso, yo lo llamo una coincidencia.
Custodio Esquivel inspira profundamente y afila la mirada.
-Ya he negado tener nada que ver con ese incendio, si es que está pretendiendo acusarme de ello.
-¿Es así? -pregunta Meni de Lizana-. ¿Está acusándole de provocar el incendio, inspector?
Bareta retrasa la respuesta.
-No, de momento -dice, por fin-. Pero lo consideramos sospechoso.
-¡Vamos, inspector! -interviene Carlo Henríquez-. Admito que hay una coincidencia remota con el incendio. Una coincidencia de lugar, que no de tiempo. Pero ¿qué clase de conexión con su asesinato es el asistir a una conferencia del profesor dos meses antes de su muerte? Eso, ni siquiera supone una relación circunstancial.
-En eso, tiene toda la razón -admite Serafín Aljundia, a nuestro lado-. Lo cierto es que no tenemos nada. Bareta se ha lanzado a dar un palo de ciego y, claro, ha fallado el golpe.
-No contesta -advierte Malva.
-No tiene nada que contestar. Se ha quedado con el culo al aire y Henríquez lo ha calado. No vamos a sacar nada de ellos.
En efecto, el inspector, aunque trata de disimularlo, está fastidiado por lo ineficaz de su estratagema. Quizá por eso, de repente, levanta la mirada y la posa sobre Carlo Henríquez.
-Señor Henríquez... ¿le importaría quitarse un momento las gafas?
-La verdad, preferiría no hacerlo.
-¿Teme que le moleste la luz? Podemos rebajarla aún más.
-No es eso. Padezco una enfermedad que hace poco agradable para los demás contemplar mis ojos.
Bareta calla. Al cabo de unos segundos, el marido de la escritora cede, se encoge de hombros y se despoja de las grandes y oscurísimas Ray-Ban.
-¡Cielos...! -exclama Malva, llevándose las manos a la boca.
Contemplar los ojos de Henríquez produce una desazón terrible. Yo nunca había visto una mirada así. Carecen de brillo, como si estuviesen completamente secos. El blanco tiende a rosado, las pupilas son enormes y el iris, apenas un anillo de un par de milímetros, aparece sucio y sin vida. Son los ojos de un muerto.
-¿No le da el oculista solución para su problema? -inquiere el inspector Bareta, esforzándose para no mostrar su repulsión.
-Claro. Que me ponga gafas oscuras, para no asustar a la gente.
-Entiendo. Y lo lamento. Pero conserva usted la vista ¿no?
-Desgraciadamente, sí.
-¿Desgraciadamente?