ANTARES

 
(Fernando Lalana)
1. LA PEOR MANERA DE MORIR
En el espacio exterior, en los mundos lejanos, en los satélites habitados, en las naves siderales y en las estaciones espaciales se producen con cierta frecuencia accidentes mortales.
A menudo, se descubren nuevas y horribles formas de morir. Pero en el imaginario de los cosmonautas, la agonía sufrida como consecuencia de fallos durante los procesos de hibernación, sigue siendo la más temida. La que se halla más claramente revestida por un halo de leyenda. El terror más puro.
Nadie que no haya pasado por ello es realmente capaz de imaginar la angustia de quien revive en una cápsula de hibernación antes de tiempo, con toda la sangre de su cuerpo sustituida por fluido anticongelante, incapaz de moverse, incapaz de respirar y sin embargo, incapaz también de morir. Y nadie de los que han pasado por ello ha sobrevivido para contarlo. Los aterradores relatos de Edgar Poe sobre narcolépticos que despiertan dentro de su ataúd tras haber sido enterrados en vida, palidecen al lado de las horribles crónicas sobre accidentes de hibernación. De algunas de las víctimas se cuenta cómo fueron encontradas dentro de sus cápsulas averiadas, tras agitarse durante horas entre sufrimientos que la biología humana tacha, simplemente, de inimaginables.

Abro los ojos y solo veo niebla. Niebla triste. Un resplandor blanquecino y difuso.
Tardo unos segundos en percatarme de que se trata del vaho que empaña el interior de la cúpula de mi cápsula de hibernación. La cápsula está cerrada, por tanto; y eso significa que algo no va bien. Al despertar, la cápsula debe estar abierta, con la cúpula alzada. Un relámpago de terror me recorre de parte a parte. Ha ocurrido algo. Algo muy malo. No puedo moverme; no puedo respirar. Es como si alguien me tapase la boca con la mano. O como si el hueso de un melocotón me cerrase la glotis. Esos horribles instantes anteriores a la muerte por asfixia que todos hemos imaginado alguna vez. Solo que, en este caso, la muerte no llega. Sabes que acabará llegando y acabará por acabar contigo, claro está, inevitablemente; deseas que suceda y que sea cuanto antes; pero no llega. La angustia se prolonga más y más. Y el dolor. ¡Ah, el dolor! El dolor adquiere un significado distinto al que para ti tenía hasta entonces. ¿Quién podía imaginarlo, tan intenso, tan propio, tan tuyo? Como si hubiese estado siempre dentro de ti, agazapado, esperando mostrarse en el último momento, en los últimos minutos de la existencia. Un dolor al que sientes correr por tus venas, transportado por el líquido lechoso que sustituye a la sangre. Un dolor infinito que parece generarse en el tuétano de los huesos y emerger hasta la punta del vello, hasta el extremo de las uñas y hasta el centro de las pupilas; un dolor ante el que nada puedes hacer. Solo parpadear.
Parpadear.
Cerrar los ojos. Abrir los ojos. Cerrar los ojos...

2. SUSANITA
Abro los ojos. Lanzo un grito y me incorporo en la cama con un gesto tan violento que la cintura me cruje como pan recién hecho; el corazón, encabritado; los pulmones, reclamando aire desesperadamente.
Durante unos terroríficos segundos, no sé quién soy ni dónde me encuentro. Esta semioscuridad indecisa bien podría ser la muerte; lo que quiera que haya más allá de la muerte. Sin embargo, la melodía que llega hasta mis oídos me hace dudar. La identifico pronto: se trata de "Susanita tiene un ratón" en la versión original cantada por el payaso Fofó. La verdad, no encaja con la idea que yo tenía de la muerte. O quizá sí, no sé. A lo mejor la muerte es precisamente esto: Fofó cantándote al oído durante el resto de la eternidad. ¿Cómo saberlo? Que yo recuerde, nunca antes me he muerto.
De pronto, descubro que las singulares andanzas de Susanita y su ratón, son emitidas por un interfono colgado de la pared cuya pantalla se ilumina intermitentemente. Y eso hace encajar, por fin, todas las piezas.
Por suerte o por desgracia, sigo entre los vivos. Mi angustioso despertar en una cápsula de hibernación ha sido solo un mal sueño del que me ha sacado agitadamente la melodía por defecto del intercomunicador.
Lo más inquietante es que no se trata de la primera vez en las últimas semanas que sueño con mi propia muerte. Desde que hace cinco meses comencé a sufrir pesadillas casi diarias, una parte de esos malos sueños tienen que ver con eso: la muerte. Y no cualquier muerte sino la muerte con ocasión de un accidente de hibernación.
Quizá debería ir al psiquiatra, pero lo cierto es que cada vez me fío menos de mis colegas.
-Diga –gruño, con una voz tan cavernosa que no me parece la mía, tras descolgar el auricular y mientras busco mis gafas al tentón, una vez me he liberado del cinturón de seguridad-. ¿Quién es?
-Zabalza, soy el capitán Barrantes, en funciones de jefe al mando de la estación. ¿Podría acudir al puente de control de inmediato?
La voz de Barrantes suena como la de un mercenario de videojuego. ¿Estaré soñando todavía? ¿Será un sueño de segundo nivel, un sueño en el que sueño que me despierto tras haber soñado que soñaba? No, no puede ser. Es demasiado complicado. Céntrate, Zabalza, demonios. La navaja de Ockam: la opción más sencilla siempre es la más probable. Carraspeo durante diez segundos.
-¿Qué... que ocurre, capitán? –respondo, al fin.
Barrantes, al que imagino en una posición marcial, se toma un tiempo para contestar.
-Nos enfrentamos a una situación, digamos... delicada; y me gustaría contar con su ayuda.
Conozco a Barrantes desde hace muchos años. Por alguna extraña razón, nuestros destinos se han cruzado periódicamente. La primera vez que coincidimos, él todavía era sargento y yo, estudiante de tercero de psicología. Y lo cierto es que, desde aquel primer encuentro, me cayó mal. Es un pesado insoportable y siempre me trató con desprecio, no sé por qué. Así que le voy a decir esto con muchísimo placer, como un pequeño acto de venganza:
-Eeeh... mire, capitán, no sé si sabe que dejé el ejército hace más de tres años. Ya no soy militar. Ahora trabajo para la IBM, una empresa civil, no sé si le suena de algo...
-Sí, claro...
-Pues siendo así... ¡déjeme en paz y váyase a freír espárragos!
-¿Qué? ¡Espere, Zabalza...!
¡Ah, qué placer colgar el auricular y dejar al pelma de Barrantes con la palabra en la boca! Cuando me dejo caer de nuevo sobre la cama de gravedad reducida, la sonrisa no me cabe en la cara.
Sin embargo, no han pasado ni treinta segundos cuando suena otra vez la cancioncita de Susanita en el telefonito.
-¿Sí?
-¡Zabalzaaa! –grita Barrantes, hecho un basilisco, al otro lado del hilo-. ¡Como exmilitar, debería saber que el jefe de una estación orbital puede reclamar la colaboración de cualquiera de sus residentes, en caso necesario!
-Claro que lo sé –respondo, con calma-; pero solo hace cinco horas que llegué a la estación, procedente de Marte. Tiene que respetar mi período mínimo de adaptación, a no ser que estemos inmersos en una emergencia de nivel uno, que no creo que sea el caso porque no oigo aullar las alarmas generales. Así que llámeme dentro de tres horas, si es que para entonces sigue interesado en contar con mis servicios.
Vuelta a colgar. Chúpate esa, Barrantes. Me arrebujo en las sábanas. Trato de conciliar de nuevo el sueño. Diez minutos más tarde, cuando casi lo he conseguido, el payaso Fofó vuelve a entonar su canción. Esta vez, ni me molesto en ponerme las gafas.
-A ver si se lo puedo dejar claro, Barrantes: ¡Váyase usted al mismísimo infierno! ¡Ya no estoy bajo su mando! ¿Se entera?
-Zabalza, no soy Barrantes. Soy Winston Macnaldy, el presidente de IBM.
Me incorporo en la cama tan deprisa que salgo volando y me propino un cabezazo contra el armario. Cosas de la falta de gravedad.
-¿Qué...? ¡Ay...! ¡Señor presidente! –grito, cuando logro recuperar el auricular del interfono, que flotaba descontrolado. En la pantallita, se ha materializado la silueta de un tipo gordo, con pintas de gran jefe-. Disculpe, pensaba que se trataba de... disculpe, disculpe. Es... es... es un placer conocerle, aunque solo sea de oídas. Por megafonía, quiero decir. ¡No! Telefonía. Bueno, que es un placer.
-Lo mismo digo, Zabalza. Me han hablado muy bien de usted.
-Gracias, yo... También me han hablado muy bien de usted.
-¡Faltaría más! Para eso soy el presidente. Al que hable mal de mí, lo echo a patadas de la empresa.
-¡Je, je...!
-Lo digo en serio.
-Ah. Bien... ¡ejem...! Lo tendré en cuenta. En fin, usted dirá, señor Macnaldy.
-Me dejaré de rodeos, Zabalza: por favor, póngase ahora mismo a la completa disposición del capitán Barrantes. ¿Está claro?
Me atraganto de inmediato y rompo a toser durante medio minuto antes de poder replicar.
-Disculpe, señor presidente, pero... Oiga, no... no, no puede ser. Me han traído a la estación Antares a toda prisa desde Marte. Dentro de unas horas tengo que bajar a la Tierra para pasar la revisión psicotécnica de uno de nuestros superordenadores de clase H...
-Estoy al tanto. Pero esa tarea queda sustituida por la que le encomiende Barrantes. A todos los efectos, compórtese como si fuera su jefe –maldita sea, pienso-. De todos modos, comprobará pronto que su tarea prevista y esta nueva, están directamente relacionadas.
-¿Relacionadas? ¿De qué modo? Discúlpeme, pero... no entiendo gran cosa de lo que me cuenta, don Winston.
-Lo entenderá todo cuando Barrantes se lo explique. Se trata de una situación ciertamente... grave. Inesperada y grave. Confío en usted para que colabore a resolverla lo antes posible. Ahora, si me lo permite, estaba en mitad de una cena.
-Oh... ya. Que... que aproveche, señor presidente.
Click.

Durante medio minuto, miro con alternativa estupefacción el auricular, que aún sostengo en la mano y la pantallita del interfono, que ha pasado a llenarse de nieve estática.
-No puede ser –me digo, en un susurro.
¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Forma todo esto parte de mi pesadilla? ¿Qué puede ser tan grave como para molestar al presidente de IBM durante una cena para pedirle que me llame en persona y me ordene colaborar con Barrantes? ¿Y quién puede haber hecho semejante cosa? Solo de pensar en ello ya me dan escalofríos.
Haciendo de tripas corazón, ahora soy yo quien llamo a Barrantes.
-Capitán, soy Zabalza. He cambiado de opinión y voy para allá. Déme diez minutos.
-¡Que sean nueve!

3. NO HAY LUGAR COMO LA TIERRA
Me siento en el borde de la cama, los codos en las rodillas, la cabeza entre las manos, el corazón aún desacompasado. Un reflujo amargo y ardiente atraviesa mi hernia de hiato alcanzando las cuerdas vocales, que protestan por la quemazón. De inmediato, en un gesto automático, localizo entre mis cosas un blister de grageas de omeprazol y me echo dos de ellas a la boca. Más de un siglo después de su descubrimiento, sigue siendo lo más eficaz contra la acidez de estómago.
Decido esperar un minuto más, inmóvil y en silencio, antes de vestirme.
Justo antes de salir camino del puente de control, echo un último vistazo a través de la pared transparente de mi camarote. El paisaje es abrumador, como corresponde a su categoría.
En la estación orbital Antares, todas las habitaciones tienen las mismas dimensiones y servicios, el mismo nivel de lujo. Lo que establece las diferencias de clase y, por tanto, de precio, son las vistas. Puedes alojarte por muy poco dinero en un camarote interior. O por un precio algo mayor, en uno provisto de claraboya orientada hacia el espacio profundo que, no lo voy a negar, también tiene su encanto. Pero, si puedes permitírtelo, mi consejo es que alquiles una suite de clase superior, como esta, con vistas a la Tierra.
Ahí fuera, a través de la pared transparente, en medio de la oscuridad infinita ametrallada de estrellas, flota nuestro planeta, como un gran balón de playa blanco y azulado. Lo he contemplado docenas de veces a esa distancia, pero es una imagen de la que nunca me canso. Podría pasar horas disfrutándola. Estoy de acuerdo en que no se trata de una visión tan espectacular como la que puede admirarse en la cercanía de otros planetas. No tiene comparación con la magnificencia geométrica de Saturno y sus anillos, con la imagen metálica y azul de Urano y su halo axial o con la atormentada estampa de Júpiter, eso es cierto; pero nuestro mundo sigue teniendo algo especial que te seduce irremediablemente. Quizá sea el color mansamente azul de sus océanos, que son el origen de todo, al fin y al cabo. De todo y de todos.
John Beynon tenía razón: no hay lugar como la Tierra.

4. FALLO CATASTRÓFICO
Cuando, tras un último control de voz, la puerta del ascensor se abre directamente en el puente de mando, el centro neurálgico de la estación espacial Antares, no me cabe ya duda alguna de que ocurre algo grave o, al menos, inusual. Destellan por doquier decenas de luces, de colores tan poco habituales como el magenta o el añil. Y varios de los tripulantes corren de aquí para allá con la tez lívida y el gesto tenso, como si sufriesen de colitis. En el centro de la sala, en torno al sillón del capitán de jornada, se congrega un grupo de cuatro personas con todo el aspecto de conformar un gabinete de crisis.
-¡Ya estoy aquí, capitán! –exclamo, mientras me acerco a ellos-. ¿Puede explicarme de qué va todo esto?
Barrantes, desde su metro sesenta y cinco, mira a los otros tres y, con un movimiento del mentón, los envía a cumplir sus respectivas responsabilidades, previamente acordadas, supongo. Acto seguido, viene a mi encuentro dispuesto a demostrarme que no es hombre de andarse por las ramas. Directo al asunto.
-Se aproxima a nosotros una nave de carga. Se trata de la Mesmeren, procedente de Oberón, uno de los satélites de Urano.
-Sí, ya lo sabía.
El jefe frunce el ceño.
-¿Ya sabía que se aproximaba esa nave?
-No, no. Ya sabía que Oberón es uno de los satélites de Urano. El segundo más grande, si mal no recuerdo. Lo estudié en la secundaria. En cambio, ignoraba que estuviese colonizado.
El militar me mira atravesadamente. Incluso, me parece oír rechinar sus dientes de titanio. Al parecer, no compartimos el mismo sentido del humor. O a lo mejor, sencillamente, es que le caigo tan mal como él a mí. Pero, en ese caso, ¿por qué ha reclamado mi ayuda? En esos momentos debe de haber alojadas en Antares no menos de tres mil personas. Quiero decir, que tenía mucho donde escoger.
-Sería excesivo decir que está colonizado, pero desde hace tres años hay allí una pequeña explotación minera –me explica-. La colonia Otelo.
-Todo muy shakespeariano, por lo que veo. ¿Y qué es lo que extraen en esa mina que resulte rentable transportar desde Urano?
Barrantes abre las manos y me mira como si yo fuera idiota.
-¿En qué universo vive, Zabalza? Estamos hablando de diamantes, por supuesto.
¿Por supuesto...?
-¡Ah, claro! –digo, al caer en la cuenta-. Los famosos diamantes de Oberón, el material más duro que se conoce. Protagonistas de joyas de ensueño pero, sobre todo, imprescindibles para la actual industria espacial, ¿verdad?
En lugar de responder a mi pregunta, Barrantes continúa con su discurso.
-La Mesmeren fue fleteda por la Compañía Minera Oberón cuando consiguieron la concesión de explotación del satélite y, desde el primer momento, ha sido la conexión de Oberón con la Tierra. Realiza continuos viajes de ida y vuelta de cinco meses de duración, llevando allí suministros y trayendo hasta aquí los famosos diamantes, a razón de doscientas toneladas por expedición. Además, la Mesmeren se utiliza para efectuar el relevo del personal de la colonia. En esta ocasión, por las primeras informaciones recibidas, sabemos que transportaba en estado de hibernación a veintiún empleados de la compañía incluidos, por lo visto, varios altos cargos. Todos ellos acababan de cumplir su contrato y regresaban a la Tierra definitivamente.
Al llegar a este punto, Barrantes hace una pausa que yo aprovecho para formularle la pregunta evidente:
-¿Por qué habla de esas personas en pasado, capitán?
Él chasquea la lengua, manifestando su contrariedad.
-Obviamente porque, según los datos que nos están llegando de la Mesmeren, esas veintiuna personas... están muertas.
Un escalofrío me recorre la espalda.
-¿Todas ellas? –exclamo-. ¿Todos han muerto durante el viaje?
A Barrantes, por lo que veo, le encanta hacer pausas dramáticas cuando no toca. Ahora, por ejemplo.
-Hace dos horas que los pasajeros deberían haber iniciado el proceso del despertar –declama, por fin, con gravedad-. Pero ninguno de ellos lo ha hecho.
-Es... es algo espantoso. ¿Se conocen ya las causas de...?
-No. Realmente, ignoramos todavía las circunstancias. Hay varias posibilidades: una de ellas es que hayan sido víctimas de una enfermedad desconocida que todos hubieran contraído antes de salir de Oberón.
Eso no se lo cree ni él, así que lo ha dicho para ponerme a prueba. Habrá que entrar al trapo.
-Descarte esa opción, capitán. Apenas se conocen enfermedades que progresen en estado de vida suspendida. Y tendrían que haberse dado indicios de epidemia en la colonia minera, cosa que no ha sucedido.
-¿Y eso cómo lo sabe?
-Hombre, capitán, porque usted no me lo ha dicho. Si hubieran llamado desde Oberón para alertar de que estaban sufriendo casos de una misteriosa enfermedad mortal, supongo que esa sería su principal línea de trabajo. Tal como me ha contado el asunto, doy por sentado que no hay mineros muriendo allí de males desconocidos.
Barrantes me mira, gruñe y asiente.
-Así es, en efecto. Acabamos de enviar un mensaje a la colonia Otelo. La respuesta tardará todavía en llegar unas cuatro horas y media, debido a la distancia, pero no esperamos ninguna sorpresa; hemos revisado el parte diario obligatorio remitido ayer desde Oberón y fue completamente rutinario. En efecto, nada hace pensar que los trabajadores de la colonia presenten problemas de salud. De modo que, como todos aquí nos tememos, lo más probable es que nos encontremos ante eso que los expertos denominan un... fallo catastrófico en el sistema de hibernación.
Una garra invisible me aprieta el estómago al escuchar las últimas palabras de Barrantes. Aunque, al mismo tiempo, es curioso, experimento un cierto alivio. Quizá esta sea la explicación de mi recurrente pesadilla de los últimos meses. La mente, todos lo sabemos, en ocasiones se anticipa de manera inexplicable a los acontecimientos futuros; intuye que te vas a enfrentar a una determinada situación y la plasma por adelantado en tus ensoñaciones. Sueñas una noche con ese amigo al que hace años que no ves y, al siguiente día, casualmente, te lo encuentras en el trasbordador a la luna. Algo así ha debido de ocurrirme. A veces, los asuntos más oscuros tienen explicaciones muy sencillas.
-Puede que eso sea lo más probable, pero aun así... una avería de ese tipo también es extraordinariamente inusual –valoro, tras las palabras del capitán-. Los sistemas de hibernación modernos son multirredundantes. Para que se produzca un incidente con consecuencia de muerte, de varias muertes además, debería darse una cadena casi impensable de fallos y errores consecutivos.
Barrantes posa las pupilas de sus ojos marrones en las mías.
-Estamos de acuerdo, Zabalza: una casualidad, sea médica o tecnológica, resulta muy poco probable. Por eso, precisamente, estamos valorando... una tercera posibilidad.
-¿Cuál?
-Que se trate de muertes deliberadas.
Tardo unos instantes en comprender lo que Barrantes pretende decirme. Y, al hacerlo, siento cómo la garra clavada en mi estómago aprieta más fuerte. Mucho más fuerte. Casi me hace daño.
-¿Está hablando de... asesinatos?
-Ajá.
-¿De... veintiún asesinatos?
-Ni más ni menos.
No sé qué cara poner. Es lo último que me esperaba. A lo mejor Barrantes está intentado gastarme una broma. Por si acaso, esbozo una sonrisa cauta.
-Resulta inquietante –digo, por decir algo.
-Bueno... según se mire –continúa el capitán, en un tono neutro, casi banal-. Entre pensar que la muerte depende de que se cumpla una casualidad casi imposible según las estadísticas o, por el contrario, de la acción deliberada de un criminal... ¿qué quiere que le diga? me resulta más reconfortante esto último. A fin de cuentas, contra la maldad se puede luchar. Pelear contra la mala suerte, resulta mucho más difícil. Y casi siempre, frustrante. ¿No está de acuerdo conmigo, Zabalza?
-Es... una forma muy positiva de verlo, desde luego –respondo, manteniéndome aún a la defensiva-. Lo que no entiendo es la razón de mi presencia aquí. Si cree que detrás de esas muertes hay un asesino, lo que debe hacer es ponerlo en manos de su jefe de seguridad. Y que él decida cómo encarar el asunto.
Barrantes, con disimulo, echa una mirada a su alrededor.
-La verdad es que mi jefe de seguridad es un perfecto inútil –confiesa, bajando el tono-. Pero ese es otro tema. En todo caso, ninguno de mis hombres cuenta con una formación especializada comparable con la suya, Zabalza.
-No le comprendo. ¿Qué tiene que ver mi especialidad profesional, capitán? No soy médico ni, mucho menos, forense. Tampoco policía ni detective ni entiendo de sistemas de hibernación. Dígame: ¿para qué necesita a alguien como yo...?
Es ahora, justo antes de terminar mi propia frase, cuando caigo en la cuenta. El velo que dificultaba mis pensamientos, seguramente tejido por la falta de sueño, se rasga de pronto y las insinuaciones de Barrantes se vuelven evidentes de un instante a otro. Y si hasta ahora me había caído mal, en este momento me parece ya, sin objeción alguna, un tipo despreciable. Su mirada de chacal y su silencio, me lo confirman.
-¡Oh, vamos, capitán...! –exclamo, sin poder evitarlo-. ¡Ahora lo entiendo todo! ¡Usted piensa que el ordenador de la Mesmeren ha asesinado a los pasajeros!
Barrantes, de inmediato, esboza una media sonrisa, y niega lentamente con la cabeza mientras alza las manos.
-Simplemente, creo que es una posibilidad que merece la pena ser investigada. Una posibilidad nada descabellada teniendo en cuenta... que no había nadie más a bordo de esa nave.
Intento mostrarme indiferente, pero supongo que se me queda cara de anémona de Saturno.
-¿Cómo dice? ¿La Mesmeren no lleva tripulación?
Barrantes sonríe, sin duda satisfecho de haber conseguido sorprenderme.
-Así es. En la Mesmeren, absolutamente todo queda en las manos del ordenador central. Incluida la vida de los pasajeros que viajan en estado de hibernación.
Barrantes sigue sonriendo. ¿Qué ocurre? ¿Me está poniendo a prueba? Pues vamos allá.
-¿Está intentando engañarme, capitán?
-Desde luego que no. ¿Por qué lo dice?
-Controlar por completo una nave capaz de viajar a las inmediaciones de Urano solo estaría al alcance de un superordenador. Un clase H. A día de hoy, únicamente se han fabricado dos decenas de clase H; y dudo mucho que una compañía minera privada haya podido permitirse el lujazo de adquirir uno de ellos. El coste de un clase H, hoy por hoy, es disparatado.
Barrantes sonríe y noto que le brilla un ojo más que el otro. Definitivamente, es un tipo raro.
-Quizá subestima usted a la CMO, Zabalza. Se trata de una compañía muy, muy solvente, capaz de conseguir crédito para financiar casi cualquier inversión que se proponga. Estamos hablando de la empresa que consiguió el monopolio de la extracción de los diamantes de Oberón, uno de los artículos más caros y escasos del sistema solar. Y ordenar la construcción de la Mesmeren, incluido su ordenador central, ha resultado ser una decisión arriesgada pero certera. Un negocio redondo, por lo menos hasta este momento.
No acabo de adivinar las intenciones de Barrantes, y eso me incomoda.
-Ahora que lo menciona... recuerdo haber leído un artículo sobre esa compañía minera en el Financial Times. Utilizando esa nave, La CMO consiguió reducir a un tercio el tiempo de viaje que habría necesitado un navío convencional, sin perjudicar la capacidad de carga.
-¡Cooorrecto! –confirma Barrantes-. Y eso ha sido posible, en buena medida, gracias a que no requiere una tripulación humana, ni debe transportar, por tanto, víveres ni pertrechos para sus tripulantes. La Mesmeren es quizá la nave comercial más costosa jamás fabricada, pero ha permitido beneficios gigantescos a sus propietarios y disparado el valor en bolsa de las acciones de la Compañía.
-Me parece estupendo. ¿Cuál es la parte negativa?
Barrantes sonríe.
-Aunque, de momento, la Mesmeren está ofreciendo un excelente servicio, para amortizar la inversión que supuso es necesario mantenerla operativa en todo momento. La explotación está calculada meticulosamente y una sola semana de inactividad generaría pérdidas que pondrían en apuros el plan financiero de sus propietarios. Mantenerla en dique seco durante un mes, supondría la huida de los inversores y, con casi toda seguridad, la quiebra de la compañía. ¿Me... comprende, Zabalza?
Claro que le comprendo.
-Lo veo muy al tanto de la situación financiera de la CMO, capitán. Lo que me lleva a pensar que tiene usted un interés especial en este asunto. Y quiero decir... más allá de su actuación como jefe de la estación orbital Antares. ¿Me equivoco?
Barrantes vuelve a sonreír. Ahora, lo hace como una hiena.
-Me complace que sea usted tan perspicaz. En efecto, la CMO me ha hecho saber que será generosa conmigo si este tema se resuelve de modo rápido y eficaz. Por supuesto, esa generosidad se hará extensiva a quienes me ayuden en la resolución del caso. Y, ni que decir tiene, no nos están pidiendo nada ilegal. Solo que pongamos todo nuestro interés para que la Mesmeren esté inactiva el menor tiempo posible.
-Ya. Y... ¿cómo ha pensado usted que yo podría colaborar en esta especie de... investigación? Le recuerdo que no tengo experiencia como detective.
-¡Ya lo sé, Zabalza, demonios! No le pido que realice una investigación policial. Solo le pido que ponga en práctica sus conocimientos sobre... ¿cómo se dice? ¿Psiquiatría informática?
Seguro que lo sabe, pero el tono sarcástico que acaba de utilizar me indica que se está poniendo nervioso. Incluso, un punto agresivo, diría yo. Así que ni me inmuto.
-Psicología cibernética, capitán.
-¡Eso es! –exclama Barrantes, al tiempo que exhibe en alto una hoja de papel que acaba de tomar de su pupitre de mando-. ¡Psicología cibernética! Y, precisamente, acabo de leer en su ficha que se doctoró con una tesis sobre ordenadores de clase H que fue calificada por el tribunal como de sobresaliente cum laude, nada menos. ¡Por favor...! Es perfecto. Dentro de la tragedia, podemos decir que hemos tenido la inmensa suerte de contar con su presencia aquí, en la Antares, justo en este momento.
Más que una suerte, a mí me parece una enorme casualidad; y tiendo a desconfiar de las casualidades.
-¿Y qué pretende que haga, exactamente?
Barrantes se mesa los cabellos antes de la siguiente respuesta.
-Zabalza, por dios, no me ponga más nervioso de lo que ya estoy. ¡Quiero que interrogue a ese ordenador, naturalmente! Él tiene que saber con toda precisión lo que ha ocurrido a bordo de esa nave durante los cinco meses del viaje, ¿no es así?
-En principio, sí. Así debería ser.
Barrantes alza los brazos, en señal de triunfo.
-¡Bien! ¡Por fin estamos de acuerdo en algo! Ande, averigüe lo antes posible qué ha sucedido en la Mesmeren y la Compañía Minera Oberón nos gratificará espléndidamente, tanto a usted como a mí. Y cuando digo espléndidamente quiero decir... hasta el punto de que quizá no necesite usted psicoanalizar a ningún otro ordenador durante el resto de su vida. ¿Me explico?
El tipo me mira con las pupilas ligeramente inquietas.
-Han muerto veintiuna personas, capitán. Será inevitable abrir una investigación oficial.
-¡Por supuesto que sí! Nadie dice lo contrario. Dentro de doce horas tendremos aquí a un juez de instrucción, procedente de la Tierra. La cuestión es que, si cuando su señoría ponga el pie en Antares, pudiésemos presentarle un informe con una explicación razonable y detallada sobre la causa de esas muertes... todo el proceso avanzaría mucho más rápido. ¿Me comprende? Solo le pido su colaboración como comandante en jefe de la estación.
-¡De eso, nada! Me está pidiendo ayuda como esbirro de la Compañía Minera Oberón.
Barrantes me mira de hito en hito durante unos segundos. Luego, sacude la cabeza en un signo de incredulidad.
-Es usted desesperante, Zabalza. Pero, se ponga como se ponga, no le queda otro remedio que colaborar conmigo. Se lo ha ordenado en persona el presidente de su compañía. ¿Recuerda?
-¿Cómo sabe eso?
-¿Que cómo lo sé? ¡Por Dios, Zabalza! Su ingenuidad resulta enternecedora. ¿Quién cree que le ha pedido a su jefe que le diera esa orden?
-¿Usted?
-¡Yo no! ¡El presidente de la Compañía Minera Oberón, por supuesto! Casualmente, ambos están cenando juntos en estos momentos allá abajo, en un restaurante de París, Francia. Le guste o no, ambos pertenecen al mismo club. Le guste o no, usted y yo jugamos en el mismo equipo.
Cómo odio a este tipo. Y, sobre todo, cómo odio tener que darle la razón. Por suerte, me ahorro la replica porque en ese momento se le acerca un suboficial y le entrega una tableta electrónica.
-Capitán, esta es la lista de los pasajeros de la Mesmeren, con los datos que nos ha facilitado la compañía.
-Gracias, sargento.
Toma la tableta y, sin leerla, vuelve a dirigirse a mí.
-Y sepa, Zabalza, que he sido yo quien ha insistido en contar con usted en este caso.
-Oh. No sabe cuánto se lo agradezco.
-Ya sé que no. Pero debería hacerlo, y no solo por la pasta que puede ganar. Además, le estoy ofreciendo la oportunidad de demostrar la inocencia de uno de sus chicos.
Vale. Eso sí ha sido un directo a la mandíbula. Y reconozco que ha conseguido tambalearme.
-¿Qué...? Eh, eh, espere un segundo... ¿Me está diciendo que el ordenador central de esa nave... es "uno de mis chicos"?
Esa es una forma coloquial de referirse a los ordenadores puestos en servicio y entrenados por cada uno de los profesionales de mi especialidad. Se trata de jerga muy específica de mi gremio que yo no pensaba oír de labios de alguien como Barrantes.
-Así es, Zabalza. Ni más ni menos. No me diga que no había caído en la cuenta.
-¿Y cómo...? ¿Cómo lo ha sabido? ¿De dónde ha sacado esa información, capitán? Se trata de datos confidenciales, considerados secreto industrial por la IBM. ¡Podría denunciarle por ello!
Nueva sonrisita de Barrantes, distinta de las anteriores. Esta, para darme a entender hasta qué punto tiene la sartén por el mango.
-¿Denunciarme? ¡Oh...! Ande, déjese de melodramas venezolanos y falsas muestras de dignidad, Zabalza, hágame el favor. No estoy cometiendo ningún delito; ni siquiera una mínima irregularidad. Esa información que usted considera tan confidencial... nos la ha facilitado el propio Fred.
-¿Fred?
-¡El ordenador de la Mesmeren! Nos ha dicho que ese es su nombre. Que lo bautizaron así en honor a un bailarín de películas musicales del siglo XX. ¿Se puede ser más idiota?